martes, 5 de noviembre de 2019

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Ayer volví al taller de escritura después de un mes. El primer ejercicio:

Este año no voy a dormir lo suficiente. Nunca pensé que ser asafata me iba a demandar estar tanto tiempo despierta. Mis vuelos son en horas insólitas y cuando viajo en horarios normales son distancias tan largas que el jet lag me mata.
Me invento actividades para pasar el tiempo: comprar el precio de los flotadores de los free shops de las ciudades con playa o busco algún látigo exótico en algún sex shop (aunque siempre termino comprando consoladores de plástico). Me gusta el sexo solitario, mi astróloga dice que es porque no tengo ningún signo de tierra en mi carta, que son todos de aire, que prefiero la fantasía. La semana pasada volé a Miami y me toqué en el baño del avión mientras pensaba en cómo me cogía al piloto en una reposera. Sé que si cumplo la fantasía no va a ser tan interesante y me voy a quedar quieta como una paloma cuando empolla un huevo. Además, me dijeron que toma mucha pala así que no se le debe ni parar.
Me da a alergia la idea de tener que acostarme con otro. Estoy cansada de la presión social de tener que estar sexualmente activa o en pareja. Nadie entiende, ni sorporta, que yo quiera estar sola, con mis látigos y mis consoladores. Soy como un caracol, de esos que tienen como un caparazón en el que viven. De los que andan solos por los jardines.
A veces también, para pasar el insomnio, doy paseos gastronómicos. El mes pasado gasté cientos de dólares en una mermelada gourmet que fabrican en Irak. Era un asco. La tiré por el balcón de mi casa después de probarla.

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