martes, 5 de noviembre de 2019

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El último ejercicio:

El sueño de Estela es perderse en el desierto y morirse deshidratada. O volverse loca y morir en un espejismo, en una ilusión óptica de algún oasis. Le gusta pensar que si se muere en el desierto su muerte no va a ser en vano: su cuerpo va a servir como alimento para algún pájaro carroñero. Estela tiene esa fantasía cada vez que camina en silencio, observando lo que pasa en su casa. Nada. Para Estela en su casa no pasa nada. Su hijo mayor estudia administración de empresas y su hija menor abogacía. Pasan los fines de semana en una casa de un country de Pilar. Dos veces al año viajan a Miami a comprar ropa y a actualizar sus modelos de iPhone. También renuevan sus Macs.
Estela está harta de ser rica. Ella no decidió esto, no sabía que su marido se iba a convertir en un juez de derecha de la Corte Suprema, que iba a comprar un piso en Puerto Madero, ni que iba a contratar tres empleadas domésticas: una cocina, otra limpia y la tercera es cama adentro (la usan como sirvienta).
Estela intentó de todo: hizo talleres de pintura, cesteria, pastelería, bordado, pero con nada quedó satisfecha. También se sumó al grupo de oración de una iglesia en Recoleta, pero dejó de ir porque el olor de la iglesia le parecía horrible. Decía que usaban un desodorante para pisos muy grasa, muy berreta, con olor a pis de gato. El último invierno salió con otras mujeres ricas a repartirle comida a los pobres, pero después de la tercera noche dejó de ir porque decía que la hacía muy mal ver a la gente en la calle y ella prefería no exponerse a esa angustia.
Su marido y sus hijos creían que estaba deprimida y que si iba a haber a algún psiquiatra, quizás, la podía medicar para que, quizás, se sienta mejor. Pero ella se resistía. "Yo no estoy loca", le decía Estela a cualquiera que la mande a medicarse. Ella sólo quería sentir algo.

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