jueves, 12 de septiembre de 2019

202

Con dos amigos queremos hacer una fiesta. Los tres coincidimos que desde que asumió Macri, es decir, desde diciembre de 2015 y hasta ahora, cada vez hay menos fiestas. Ya no sabemos a donde salir. Las opciones que hay son aburridas u oscuras. No hay ganas de festejar. No hay nada que festejar.
La crisis no estalla: implosiona, dice un ensayo publicado en la revista Anfibia. Hace unos días decía que la precariedad de la vida exterior se metía en mi casa, en mi vida. Esa idea está mucho mejor explicada en este texto que leí ayer. Cuatro años resumidos en un párrafo:
"Mayorías cansadas por la intensificación de la movilización de la vida y la ‘belicosidad’ de lo cotidiano; por sostener una vida –anímica y materialmente– sin dejar ningún elemento librado al azar. Por administrar entradas de dinero de varios lados: trabajo, changas, subsidios, préstamos. Por lidiar con la necesidad de mantener un umbral de consumo empobrecido y de ‘emergencia’ (casi todo comida, servicios, transporte público, casi nada en ropa y en celulares), junto con la educación de los pibes y las pibas en la escuela. Por bancar deudas –de financistas y de familiares– y, sobre todo, por sostener un trabajo doméstico en los interiores estallados: de su tiempo caótico, de los quilombos afectivos, de las violencias exteriores que se pliegan en los cuerpos cansados cuando atraviesan la puerta. Que haya que administrarlo todo, que haya que ganarlo todo, que haya que protegerlo todo cotidianamente con ‘alma (gorruda) y vida’, que nada esté garantizado y que todo amenace con salirse de control, hace que la vida mula no sea jamás homogénea ni igualitaria".

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