lunes, 21 de enero de 2019

21

En 2017 conocí a Leonardo Oyola, un escritor increíble. Yo sabía de su existencia porque había leído Kryptonita y porque, antes de leerlo, había visto este video. Tomé un seminario con él en la residencia de la Bienal de Arte Joven de Buenos Aires. El ejercicio que propuso fue que escribamos un cuento de no más de tres carillas, pero en segunda persona. Había un plus: cada uno tenía que escribir a partir de una idea que Oyola daba. A mi me tocó el concepto "santo popular". Lo que escribí en ese momento fue esto:


Vos le sos fiel. Tan fiel como le fuiste a tu hermana cuando le prometiste que nunca, pero nunca, le ibas a enseñar a tu mejor amiga de la primara cómo bailar igual que tu ídola. Igual que Gilda.

Vos le sos fiel porque Gilda estuvo ahí cada vez que la necesitaste, porque respondió todas tus plegarias sin chistar, sin oponerse, pero por sobre todas las cosas porque siempre te indicó cuál era el camino correcto. Gilda te supo devolver la tranquilidad después de que le hiciste una macumba a tu vieja, rezo a la Pomba Gira de por medio. Era obvio que ibas a hacerlo porque no soportaste ese puto domingo en el que tu mamá te enganchó bailando el casete Corazón Valiente, a la hora de la siesta debajo de la escalera, con el walkman de tu papá bien al palo y con la pollera y tacos de tu hermana,. No soportaste que ella te gritará “¡qué haces así vestido trolo de mierda! ¡qué haces bailando la música de esa atorranta!”. No lo soportaste porque a pesar de tener diez años y de llamarte Alejandro sabías que querías llamarte Gilda culpa de la serotonina que segregaba la música de esa cantante en tu cabeza y que se esparcía por toda tu sangre. Ahí debajo de la escalera fue la primera vez que te sentiste lo que era el éxtasis, pero el de verdad, mucho mejor que el que te generó esa pasti cortada con anfeta que te dio tu amiga la Cele en Cocoliche, varios años después, con forma del logo de Chanel, una marca que amas –no tanto como a Gilda- pero que no podes pagar.

Pero a pesar de los gritos de tu vieja, seguiste bailando. No te tembló nada. Tampoco temblaste cuando fuiste a ver a la Fifika, esa gitana que vivía a la vuelta de tu casa, para comprarle por diez pesos una estatuita de la Pomba Gira medio embolas, cubierta de fuego. Sólo necesitaste esos diez pesos, una petaca de güisque que le robaste a tu abuelo y un atado de puchos que compraste por uno con setenta y cinco para engualichar a tu vieja por haberte dicho trolo de mierda, por haberse metido con Gilda. Y allá fuiste, con la estatua y las ofrendas, a echarle un rezo, a pedirle que haga algo con tu mamá para que deje de ser menos zarpada con vos. Con esas ofrendas… Con ese guiski y esos puchos la Pomba Gira no te iba a dejar en banda y sin dudarlo le metió ese cáncer a tu mamá que la dejó en cama varios meses. “La re puta madre, me fui a la mierda”, pensaste cuando viste cómo tu vieja se iba deteriorando más y más. La culpa y la desesperación se metieron tanto en tu cabeza que saliste corriendo otra vez a ver a la Fifika para que te ayude a sacar el gualicho del cuerpo de tu mamá. Pero ya era tarde. La cara se te llenó de lagrimas cuando la gitana te dijo que ella no tenía fuerza suficiente para contrarrestar el poder de la Pomba Yira, que solo una luz celestial y blanca iba a poder hacer que tu vieja se mejore. Te fuiste corriendo a la Iglesia, pero María Auxiliadora estaba hasta el cuello de plegarias por atender, entonces dudaste de ella, de su disponibilidad para salvar a tu mamá. “Y ahora qué hago con estas velas celestes y rosas, me las meto en el culo”, te dijiste mientras volvías caminando a tu casa con la mente llena de remordimiento.

Por suerte decidiste guardar esas velas y al llegar a tu casa te encerraste en tu habitación y empezaste a armar la valija. La llenaste con ropa de tu hermana y con ropa que le habías robado a tu vieja mientras ella estaba internada en el hospital. Esperaste que todos se fueran a dormir y te pusiste unos tacos cómodos, una pollera negra, una remera de algodón rayada y esa peluca morocha y lacia que usaba tu hermana para disfrazarse de bruja o súper estrella pop. Y así, travestida con lo que tenías a mano, con una valija llena de ropa robada, te fuiste a la terminal y te sacaste un pasaje para el próximo bondi a Villa Paranacito: querías visitar el altar de Gilda porque tu intuición te decía que ella iba a sacarla a tu vieja del hospital.

Viajaste toda la noche en un bondi semicama venido a bajo y cuando por fin llegaste te fuiste derecho al altar de Gilda, con un rosario bendecido por el cura Pablo, el mismo cura que te dijo que no podías entrar más a la iglesia con gliter plateado en el pelo, la cara y el pecho. Lloraste sin parar, de rodillas enfrente de su foto, le pediste perdón por fallarle, por no haber seguido confiando en ella y sí en la Pomba Gira. Le pediste que te saque esa angustia que tenías. Le pediste que le saque el gualicho a tu vieja y le dijiste que si podía hacerlo te ibas a convertir en su devota más fiel. Como ofrenda dejaste ahí ese rosario y un rouge mac que le sacaste una tarde a doña Isabel cuando le hacías los trabajos de jardinera. Te lo llevaste porque sabías que era del color favorito de Gilda.

Ya no podías volver atrás. Decidiste ser una señorita, decidiste llamarte Gilda. Sentiste que no había lugar en tu pasado para tu presente. Ya sin culpa te fuiste a Buenos Aires y al llegar sólo pudiste llamar a tu hermana para decirle que no ibas a volver y que no trate de encontrarte porque no iba a poder: ni siquiera sabías como explicarle de qué manera tenía que llegar a esa pensión de Constitución en la que te quedaste a cambio de limpiar el lugar todos los días. Nunca más llamaste a tu casa, excepto una vez. Necesitabas chequear que Gilda no te había abandonado. Efectivamente no lo hizo. Sólo treinta segundos de conversación con tu viejo te bastaron para enterarte que tu mamá ya no estaba en el hospital, que estaba mejorando. Que se iba a curar. Pero a pesar de eso no pudiste volver porque para saldar tu deuda con Gilda tenías que quedarte ahí, en Buenos Aires para tratar de revivirla.

Día tras día le rezaste para que no te deje sola porque vos no le ibas a fallar. Y para no fallarle empezaste a limpiar casas por hora y cuando sumaste unos billetes después de cientos de horas de fregar la mugre ajena pudiste tener los pómulos, el culo, las tetas y el pelo de Gilda. Estabas lista para traerla otra vez a la vida. Colgaste la escoba y la pala y te subiste a todos los escenarios que encontraste a cantar sus canciones. Es un hecho: te moves y cantas igual. Por eso estás odiada de que haya sido Natalia Oreiro la que apareció en esa peli que hicieron hace poco y no vos. Pero en el fondo no te importa mucho porque ni Natalia Oreiro te quita lo bailado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario